En esos tiempos yo era joven y la fuerza de diez hombres habitaba mi cuerpo, para lo que mandaran. Trabajaba en el hospital en el turno noche y una de mis responsabilidades cuando el forense terminaba sus tareas era la de limpiar la sala de autopsias. Ellos no tenían horario, algunas veces terminaban temprano, otras demasiado tarde. Y para que el personal de limpieza no se aburriera dejaban objetos olvidados en la mesa de trabajo. Un pequeño bebé quieto como una piedra y más frío que la nieve. Un negro corpulento de pelo blanco con el pecho partido al medio y los órganos vitales flotando en una bandeja a un costado de su cabeza. Yo siempre estaba solo, ahí. La manguera derramaba agua. Las luces colgadas del techo encandilaban. Una vez dejaron sobre la mesa una pierna, una pierna de mujer de formas perfectas y excesiva palidez. Yo sabía para qué era la pierna, en ocasiones los había observado. A pesar de eso me quedé sin respiración.
e madrugada en casa mi mujer me decía “Dulce, todo va a salir bien. Podemos hacer cambios, vivir de otra manera”. Pero no es tan fácil. Ella agarraba mi mano entre las suyas, con fuerza, yo me reclinaba en el sillón y cerraba los ojos. Yo pensaba en… cualquier cosa. No sabía en qué. Yo dejaba que ella llevara mi mano a sus tetas. Yo abría los ojos y miraba el cielorraso o el piso, qué importa… Mis dedos se arrastraban hacia su pierna, tibia y bien formada, que ante la más suave caricia temblaba y se levantaba delicadamente. Mi mente estaba confundida y cómo decirlo ¿sacudida? No pasaba nada. Todo estaba pasando. La vida era una piedra que lentamente se iba gastando y afilando.
(Raymond Carver)